Tarde de sábado, llovía, yo tomaba café con leche en un barcito. Sentado en una mesita arrinconada contra una esquina, alternaba el partido de fútbol entre el Zaragoza y el Madrid con la vista que se me ofrecía a través de la ventana: las chicas iban y venían, corriendo bajo el agua, mojando sus cabellos y provocando pensamientos no muy santos en los que yo las secaba con una minúscula toalla. Pasaba una chica y mi vista y mi imaginación se iba tras ella, hasta que se perdía doblando la esquina. Volvía al partido un rato, miraba el peloteo ir y venir, y cuando se presentaba otro momento de pesadez en el que la pelota no salía del mediocampo, otra vez buscaba con mi mirada una chica mojada, una adolescente rebelde que hubiera salido sin paraguas y sin abrigo y a quien la lluvia atacara de camino a mi casa donde yo, nervioso, dando vueltas, acomodando los almohadones de mi cama y tirando una y otra vez perfume sobre las sábanas, no dejaba de mirar la ventana y calcular el tie