Cuando era niño, cada vez que llegaba Diciembre, con sus arbolitos, sus guirnaldas, la locura de la gente en las calles y en los colectivos y las carnicerías subiendo los precios hasta de los huesos para perros; a mí me invadía una terrible ansiedad y mi comportamiento se volvía errático: dejaba de estudiar, ponía dinosaurios en el pesebre, consumía mantecol en cantidades industriales y asustaba a los perros con rompeportones que compraba de contrabando con el vuelto del almacén. Y hacía todo eso para no tener que pensar en la Nochebuena y para que se me pase más rápido el tiempo hasta que llegase el veinticuatro. Porque todos los veinticuatro, a eso de las doce de la noche, se abría la puerta de casa y entraba -lleno de paquetes y dando carcajadas; con su ropa roja y con su cuerpo gordo; su barba rala y su pelada incipiente- el personaje más querido de toda mi infancia: mi Tío Pocholo, el gran narrador. Mi Tío Pocholo entraba, pasaba tambaleando a mi lado sin prestarme la más míni...