Cuando era niño, cada vez que llegaba Diciembre, con sus arbolitos, sus guirnaldas, la locura de la gente en las calles y en los colectivos y las carnicerías subiendo los precios hasta de los huesos para perros; a mí me invadía una terrible ansiedad y mi comportamiento se volvía errático: dejaba de estudiar, ponía dinosaurios en el pesebre, consumía mantecol en cantidades industriales y asustaba a los perros con rompeportones que compraba de contrabando con el vuelto del almacén. Y hacía todo eso para no tener que pensar en la Nochebuena y para que se me pase más rápido el tiempo hasta que llegase el veinticuatro. Porque todos los veinticuatro, a eso de las doce de la noche, se abría la puerta de casa y entraba -lleno de paquetes y dando carcajadas; con su ropa roja y con su cuerpo gordo; su barba rala y su pelada incipiente- el personaje más querido de toda mi infancia: mi Tío Pocholo, el gran narrador.
Mi Tío Pocholo entraba, pasaba tambaleando a mi lado sin prestarme la más mínima atención, y sosteniéndose apenas sobre los pies -porque siempre caía en casa después de brindar con todos sus amigos- y tras depositar los paquetes sobre la mesa familiar, se dejaba caer en una silla.
- Pocholo, ¿otra vez vestido con esa camiseta de Independiente? Te la podrías sacar, el olor a transpiración no se aguanta. Es Navidad, sacatela al menos por mí - le recriminaba mi vieja. El Tío Pocholo suspiraba, abría uno de sus paquetes y sacaba una botellita de vino tinto y barato, pedía una porción de helado de sambayón y comenzaba a contar.
No sé si era la borrachera o mi tío era un hombre de mundo o simplemente un gran artista, pero sus dotes de narrador nadie pudo igualarlas nunca. Yo me sentaba a su lado y lo escuchaba, abriendo grandes los ojos cada vez que contaba una de sus historias o anécdotas, las cuales me parecían una más maravillosa que la otra. Mi espíritu infantil se perdía imaginando los fantásticos paisajes que pintaba con sus palabras: bares sucios y con olor a desinfectante barato; lupanares con mujeres gordas y peludas; peleas en los alrededores de los estadios en las que siempre ganaba La Barra del Rojo. Sus historias dejaban una moraleja, un consejo detrás de las palabras.
Así, La historia del Hombre que se mató trabajando me enseñaba a no tildar de vago a aquel que prefería el bar antes que el laburo; La aventura con Marta sugería que antes que una flaca con plástico, es mejor una gorda con tetas naturales; y No ganamos pero rompimos todo dejaba en mí la certeza de que los hinchas de Racing son todos homosexuales.
La noche de Navidad pasaba y mi tío no paraba de hablar y hablar y se mantenía firme a pesar de los vinitos que no dejaba de beber. Yo, embobado a su lado.
Mi Tío Pocholo nunca tuvo un gesto de cariño hacia mí; nunca me despeinó ni me dijo “¿Cómo estás, sobrino?”. Sin embargo, me dejó su ejemplo y la convicción de que por más que escriba muchos cuentos, las mejores historias siempre las voy a encontrar en la mesa familiar.
Si tío Pocholo es un personaje sacado de la realidad, estoy segura que David heredó de él su singular aptitud para contar historias.
ResponderEliminarAmigo, cada día escribes mejor.
Que la noche del 24 sea para vos una noche buena y feliz.
Un cariño.
Me impreciona como torna de un tema a otro y como todo relato tuyo tiene su tinte humoristico!
ResponderEliminarBueno,mas bien tarde que nunca.
Te dejo muchos besos Cerdo sin galera!
Te quiere
Danni R