Desde su separación el Gordo pasaba las noches triste, bebiendo cerveza, comiendo comida china. Comía también muchos postres: flancitos y postrecitos de chocolate y dulce de leche que compraba compulsivamente y cuyos envases terminaban siendo ceniceros o bollos informes aplastados sobre la alfombra.
Vivía alquilando. Un pequeño departamento en el Abasto, viejo, despintado; con un ascensor que desde siempre tenía un cartel amarillento con las palabras "no funciona". Un asco de departamento, lleno de cucarachas y lauchas que se ocupaba de llenar con más suciedad.
Sus amigos lo iban a visitar, desodorante y bolsa de consorcio en mano; y tras estirar la cama se sentaban allí y le daban charla: le hablaban sobre Vélez campeón, sobre los motivos por los cuales los sapos no tienen mamas y otras nimiedades.
Pero para las fiestas siempre estaba solo. Recibía invitaciones, para pasarlo allí o allá, pero nunca aceptaba porque no quería ver a sus amigos besar a sus mujeres cuando se hacían las doce de la noche y todos brindaban en medio de mesas prolijas y casas ordenadas y limpias.
Creo que el Gordo no extrañaba a ex mujer: al principio quizás sí, y por eso comía como si se acabara el mundo, para olvidar las penas. Pero luego empezó a comer por comer. Y luego las mujeres dejaron de encontrarle atractivo a causa de la gran barriga, siempre sucia de postrecito. Sin la posibilidad de entablar una mínima relación, el Gordo siguió comiendo y comiendo, comida china y postrecitos, hasta que fue tan Gordo que una relación sexual hubiera sido con él incómoda, por lo menos.
Pero era 24 de Diciembre a la noche y yo tenía lista toda la mesa, con velas y mantel rojo: en el horno humeaba la comida; y el mousse de chocolate preparado con la receta de mi abuela se enfriaba en la heladera. Junto con eso, poseía también la certeza de que mi marido, al telefonear para avisar que no llegaría para cenar, en realidad estaba mintiendo y otra vez se estaba en algún rincón con su amante.
Así que agarré, salí al hall del edificio, abrí la puerta y presioné en el portero eléctrico el timbre del Gordo, la única persona que seguro estaría sola en ese momento.
-¿Quién es? -respondió al rato.
-Soy Lucía, la vecina del 1°B. La que siempre le sube las bolsas cuando viene el chico del supermercado o el delivery de los chinos.
-¿Qué necesita?
-¿Quiere bajar y pasar la Navidad conmigo?
-No, gracias. No quiero molestarla ni a usted ni a su marido.
-Es que mi marido no está, y preparé un montón de comida.
Pareció dudar un momento. Luego me dijo:
-Gracias, pero no quiero que su marido se moleste.
-Es que no me gusta estar sola acá abajo.
Un buen rato después, el Gordo bajó las escaleras.
Serví la comida. Comenzamos a cenar. Él parecía no tener mucho tema de conversación, "hace mucho que no converso con mujeres". Pero me habló de Vélez campeón y los motivos por los cuales los sapos no tienen mamas, entre otras cosas. La noche fue transcurriendo, entre brindis que acortaron las distancias.
Fue en el momento de servir el postre cuando sucedió.
-¿Qué le parece el postrecito de chocolate?
-Muy bueno. Siento mariposas en el estómago.
Luego, un silencio incómodo, cortado por el ruido de los platos que comencé a levantar.
Ya se acerca fin de año, mi marido nuevamente va a pasar las fiestas en su oficina y yo nuevamente voy a cenar con el Gordo. Pero en estos pocos días ha subido y bajado tantas veces las escaleras desde su departamento hasta el mío que creo que falta muy poco para que retome su vida social.
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Se termina otro año, acá va el cuento navideño, como siempre hacemos en damebola para estas fechas. Este año estuve medio vago al momento de publicar, pero hubo una acumulación de proyectos. Espero que ahora que algunos ya están más encaminados pueda utilizar este espacio más seguido.
Felicidades.
David Rojas
Muy bueno, como de costumbre. Me gustó particularmente cómo de devela el narrador recién hacia la mitad del relato, obligando a reformular todas las intuiciones previas sobre su relación con el Gordo.
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